Para Tomás, que siempre estuvo ahí escudriñando
miradas ajenas.
Para Catalina, que con sus ojos ilumina mi presente.
Para mis viejos que, por más increíble que suene día
a día me ayudan a dibujar el futuro.
Cuando era chico, me acuerdo claramente, que me
impactaba la diversidad de ojos que existen.
Mi vieja tenía unos ojos grises y grandes, redondos,
con pestañas cortas pero tupidas que le enmarcaban la mirada.
De mi viejo no tengo muchos recuerdos, murió el día
de mi cumpleaños número ocho. Cuando esfuerzo la memoria veo una mirada alegre,
pero cansada, de un color entre amarillento y amarronado.
Durante muchos años, miré, observé, dibujé y
fotografié ojos de todas las formas y colores. Me impactaban, me atraían.
La navidad pasada, mi mamá, agotada y casi sin poder
andar, se me acercó y mirándome me susurró:
-
Esteban, acordate siempre, de que
los ojos son la ventana del alma.
La miré sin entender absolutamente nada, mi vieja
era así, extraña, etérea por así decirlo. Unos días más tarde fui a buscarla
para acompañarla con el mate de la mañana y sus ojos, abiertos mirando el
techo, estaban vacíos, sin expresión alguna, como si la muerte fuese
transparente y ella la siguiera con sus pupilas, juguetonamente.
Lo recuerdo como si fuese ayer, y aún cuando lo
hago, siento la punzada en el pecho y ese dolor torturante en los ojos como si
mi alma se golpeara contra el vidrio de la ventana, queriendo escaparse y
encerrarse a llorar en un rincón oscuro de mi cara.
Ahora, camino por la calle Corrientes. Paso por
quioscos que están tan abarrotados de objetos, que la mirada del dueño se
confunde entre chocolates, caramelos y botellas.
Me cruzo con apurados tacones altos y ojos nerviosos
e inquietos, trajes largos y miradas desesperadas por el apuro. Hace tanto que
no veo una mirada feliz, una mirada tranquila…
Una noche, de ésas en las que uno no espera
absolutamente nada de la vida, entré a un bar, o eso creo que era, y me quedé
impactado con una mujer.
Ella,… ella tenía esos ojos que tanto había buscado
yo: verdes, almendrados, como gatunos, inocentes, pero que dejan un rastro de
astucia en el aire. No recuerdo bien si alguno de los dos habló. Tampoco
recuerdo el lugar, la hora, para mí el tiempo se estacionó en esa parada tan
extraña que todos llaman seducción. Solo recuerdo su mirada, esa que atrapa,
seduce e hipnotiza hasta al más muerto. Creo, y solo creo, que ella bailaba, sí…
si si. Ella bailaba… Bailaba en un salón de techos altos y pisos de mármol
negro, era un lugar tenuemente iluminado por algún que otro sol de noche.
Debería haberme acercado, debería haberle hablado,
sin embargo, preferí mirarla, observarla… Ella por su parte, me sedujo con sus
pupilas gatunas, con su tango.
Algunos dicen, que un beso, es la llave para abrir
las puertas del corazón, pero déjenme decirles, que esta mirada, abría
ventanas, sí, dejaba escapar el alma, la seducía, la divertía con mentiras y
engaños para luego retenerla para siempre. Ella, ¿cómo explicarlo?, era
inalcanzable, era el vivo retrato de un sueño inconcebible.
Ella fue, durante cuatro minutos utópicos, mi luna y
misterio.
Pestañeé, abrí los ojos lentamente, con cansancio, y
la busqué nuevamente por entre parejas abrazadas y llantos sofocados por el
humo del cigarrillo. Pero ella, ya no estaba, se había esfumado con el viento
de la madrugada, se había derretido con el rocío, dispersa entre los claveles
del jardín, se había llevado sus ojos, su mirada.
Me senté en una mesa, le pedí al mozo un lápiz, y en
una servilleta de papel escribí, escribí esto, escribí porque una mirada a
veces habla, pero siempre cuenta historias.
Cherka - Septiembre
2007
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Lo importante es no dejar de hacerse preguntas.
(Albert Einstein)