A lo que iba. Soy una mina curiosa, así que cuando viene
gente a casa, siempre terminamos (quienes sean y yo) discutiendo cualquier cosa.
Ayer, por ejemplo, vino un amigo y entre mate y mate,
llegamos a hablar sobre la teoría del color, y en base a eso, mi cabeza se
lleno de ideas.
Yo nunca pinté, ni dibujé ni nada de eso. No soy artista. No
tengo sentido de la combinación. No acudo a la moda. Nada. No entiendo de
colores, no entiendo de nada. Solo sé disfrutar de la creación de los demás,
solo sé criticar. Pero si de crear hablamos, no cazo una.
Soy más bien… un desastre.
Este amigo mío, cuyo nombre no voy a mencionar, por respeto a su persona (sí, claro, jaja) la
tiene clara con el tema de los colores, así que lo acribillé a preguntas (pobrecito)
y aprendí un poco (vamos a decir la verdad: No aprendí un carajo).
Resulta, que además de los ya conocidos colores primarios,
existen los secundarios y los complementarios. También se puede clasificar al
color según su temperatura, su saturación y mil pelotudeces más.
Pero lo que más me intereso es el tema de la temperatura.
Y acá vamos a hacer un paréntesis.
Cuando me mudé a Buenos Aires, a vivir sola y toda la bola, decidí
(era necesario) pintar las paredes de nuevo, así que me compré un tarro
enoooorme de pintura blanca y lijé y pinté hasta el cansancio (y más).
La cosa es que descubrí que las pinturerías son una cosa
maravillosa, increíbles, perfectas.
Me lleve todas las muestras de colores, todos los tipos de
pinturas, todo.
Me enamoré de la pintura. Y, mientras pintaba, me enamoré
también del olor de la pintura, del olor del tiner, de la textura de los
rodillos mojados, de los pinceles y brochas de todos los tamaños y formas chorreando
rojo sangre por el piso empapelado de Clarín y La Nación, y del enchastre que
armé. Amé la sensación de seguridad que da el pintar la primera línea de rojo
sobre el blanco. Disfruté inmensamente el sentimiento liberador y hermoso que
te brinda cada pincelada.
Decidí que pintar es una cosa fantástica y que todos
deberíamos poder manchar una pared con colores.
Pinté entonces, una pared de rojo y un mapamundi en otra
pared.
La pared roja es una de las primeras cosas que uno ve al
entrar al living de mi casa y el mapamundi está en proceso aun, lleva tiempo,
colores y mucho pulso. (Seguramente sabrán que carezco de todo eso)
Cerremos el paréntesis, pues.
Cuando mi amigo se fue a su casa, me quedé mirando la pared
roja, los tonos que se formaban según les daba el sol, la calidez, la forma en
la que el rodillo había pasado por cada sector, los pelitos que aun estaban
ahí, pegados. La mire y sonreí.
Mi casa se volvió cálida gracias a mi pared.
Mi casa ES la pared roja. Y yo SOY mi casa.
Así que, a las tres de la mañana, me puse a analizar colores
nuevamente y me decidí a comprar cinco litros de pintura.
El tema es que no me decidí por el color. Pensé en violeta,
con más rojo que azul, quizás. Un violeta potente, oscuro, lindo.
Pero después pensé en la falta de sol de mi habitación y me
planteé un ocre. Un mostaza o hasta un amarillo.
Y así fue como no me dormí hasta las cinco de la mañana y
hoy, por enésima cuarta vez en mi vida, llegué tarde a trabajar.