Para “el señor”. Si vos pudiste crearme en siete días, yo te arruine en una página.
Una fuerte gripe me tiró a la lona durante siete días.
Hacía ya mucho tiempo que no le ponía
una pausa a mi vertiginoso ritmo de vida. Té con limón, zapping y crucigramas
se tornaron entonces en mis más intensas actividades.
Cuando me aburría de los juegos miraba
por mi ventana hacia el edificio de enfrente. Fue así que la vi; eran las cinco
de la tarde, era también mi segundo día de cautiverio.
Supongo que llegaba de trabajar. Volaba
el maletín para caer sobre la cama y el trajecito rojo abandonaba su cuerpo,
pronto a descansar en una silla hamaca que la mecía serenamente, como una
nodriza que ama sin preguntar. Así permanecía largo rato; luego se incorporaba
y se quitaba la diminuta ropa interior. La fiebre volvía a invadirme y la
perdía de vista cuando ella entraba al baño. Entonces llegaba él, un gordo
sucio (no lo digo con envidia, ni con afán de discriminar, pero ERA UN GORDO
SUCIO); venía comiendo un pancho saturado de mostaza y al terminarlo se
limpiaba los dedos en el delicado cubrecama para luego arrojarse sobre la silla
hamaca. ¡Y les juro que el crujido llegaba hasta mi cuarto, como un deliberado
pedido de auxilio!
Las patas – perdón, los pies – de la mole caían sobre la cama, por supuesto “sin descalzarse”, y su imagen de “Emperador de Plaza Once” conseguía levantar nuevamente mi temperatura, lastima el motivo.
Las patas – perdón, los pies – de la mole caían sobre la cama, por supuesto “sin descalzarse”, y su imagen de “Emperador de Plaza Once” conseguía levantar nuevamente mi temperatura, lastima el motivo.
Envuelta en una salida de baño color
salmón, la pequeña rubia lograba romper ese grotesco cuadro, pero el obeso se
encargaba de reconstruirlo al levantarse y tomarla de ambos brazos para
arrojarla sobre la cama y caer pesadamente sobre ella cual grueso tronco recién
talado. Después – como respondiendo a un vil libreto – ella se daba vuelta y
hundía su rostro en la almohada, creo que para ahogar quejidos. El gordo,
satisfecho como quien se come hasta el postre, se rascaba la panza y
densamente, lentamente, se encaminaba al baño. La rubia quedaba desparramada
sobre la arena romana en tiempo de cama.
Esta misma secuencia se repitió durante
los cuatro días restantes y deduzco que solo vi un par de fotos de una película
que hacía tiempo que se repetía. Pero el séptimo día, cuando estaba a punto de
auto concederme el alta, algo cambio: ¡ella no regresó a las cinco! El gordo
llegó como siempre, con su invariable menú entre manos. Al entrar a la
habitación y casi de inmediato sus ojos dieron con lo que yo no había
percibido: La carta, sobre la cama.
Luego de leerla giro rápidamente, chocó
con la silla hamaca, abrió de un tirón el ventanal y salió al balcón. Desparramó
su vientre sobre la baranda mirando hacia la avenida, se inclinó en demasía y
el rotundo peso de su humanidad venció toda resistencia; su cuerpo cayó al
vacío.
Al asomarme, una bandada de cuervos se codeaban
sin entender. Levanté la mirada y la silla se mecía, como si acunase a un
fantasma.
CHERKA – Enero 2012
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(Albert Einstein)